La pecera cósmica

Recuerdo hace unos años, cómo esa niña infante risueña ya mujer, quería que
se le iluminara una pequeña lámpara de tela cilíndrica que proyectaba dibujitos por
las paredes de animalitos y estrellas. En ese pequeño mundo de imágenes y sombras
que se sucedían por la habitación, transcurrían esos instantes de ilusión, felicidad y
cansancio de la jornada escolar. Son muchas las personas que dentro de su
privacidad, sueñan con una enorme casa con vistas al mar, su piscina y con espacio
para contemplar las refulgentes estrellas nocturnas; pero para ver con claridad
estrellas en la noche, la luna ha de estar escondida y la contaminación lumínica
inexistente. Eso sólo ocurre en el interior de la península lejos de poblaciones, y en
otros territorios insulares especialmente mágicos como el tinerfeño. Conseguir un
chalet con parcela, piscina y todos los lujos en las Cañadas del Teide es irrealizable
por poco viable, práctico, y además ilegal en un parque Nacional. Pero hay piscinas
públicas inmensas. Cuando se tiene la oportunidad de bañarse en el mar junto a una
enorme playa, esa piscina natural de agua salada no requiere mantenimiento de
hipoclorito y el agua es más saludable para la piel que la tratada con cloro, además,
hasta hoy (mientras no empiecen a nutrirnos de sangrías impositivas ecológicas con
la huella de carbono), también es gratis.
Las personas buscamos y anhelamos libertad creyendo ser libres, cuando en
realidad olvidamos cosas esenciales e inevitables. No decidimos nacer, estamos aquí
por nuestros padres y un toque de magia divina. Estamos sujetos a la gravedad de
un planeta y a sus leyes de la física (no podemos volar), condicionados por algunas
sencillas fórmulas que se limitan a describir leyes inmutables que existen desde
siempre. E= V * T, y E = m * c2. El tiempo transcurre de forma constante y relativa
conforme a la velicidad de la luz. Mientras hay movimiento, hay tiempo y se recorre
un espacio. Se puede volver a recorrer el mismo espacio, pero el tiempo
transcurrido no retorna. Acumulamos los errores de la vida como un fallo contable
que llega al balance final y se arrastra hasta la cuenta de resultados. Nos creemos
libres, algunos hasta dioses y en cuanto acumulan poder se hacen o hicieron ya
desde la antigüedad, mausoleos y gigantescas estatuas. Pero la piedra no
inmortaliza la eternidad. Hasta la piedra se erosiona.
Hay un sentimiento que está ahí, que se ha intentado definir, pero que
siempre falla su descripción. Concepto lleno de energía que es luz, y que mueve
todo el universo conocido, pero es mejor no definirlo, no describirlo, sólo sentirlo.
Como una leve brisa polar en la noche, como el aleteo de un abrazo no esperado y el
arrullo de un alma que complementa la tuya. Nos empeñamos en clasificar las cosas,
darle un lugar y un cajón a cada cosa para sentirnos seguros, aunque nuestra
ignorancia es tan inmensa, que una clasificación de lo que apenas conocemos, en
seguida, se vuelve obsoleta y evoluciona a otro estadio. En la Física, Newton

descubrió la Ley de la Gravedad de los cuerpos que se atraen, Einstein la amplió
unos siglos después a la teoría de las ecuaciones de campo en la gravitación
denominada universal (la que descubrió el británico Newton). Al final las ondas
gravitacionales existen, y se curva el espacio tiempo en virtud de la masa y la
energía, pero parece ser que puede haber materia que sobrepase ahora la velocidad
de la luz, y así se plantean nuevas tesis y antítesis hegelianas. Somos espectadores y
protagonistas impasibles en una enorme pecera cósmica. El ojo que todo lo ve, debe
disfrutar viendo su pequeña pecera azul perdida en una humilde galaxia a punto de
colisionar con otra (Andrómeda) llena de pececitos terrícolas egoístas y rebeldes,
rodeados de otras miles de especies que no se preguntan, no meditan sobre el más
allá, sino que se limitan a vivir lo único que existe, el momento presente. Nosotros
además, tenemos la memoria selectiva, de regocijarnos en esos momentos ya
vividos e intensos, quizás con la esperanza de volver a vivirlos, y a sentirlos más
intensamente aún, sabedores de que el show, aunque debe continuar, tiene un
telón final que queremos no verlo nunca, ansiando asir ese concepto de
eternidadbque se escapa, esa orilla a cruzar con Caronte que nunca llega. Al final,
nos perdemos en la pequeña curvatura de espacio y tiempo de la piel añorada, la
que tercia y tañen los dedos de hambre ancestral, de pasión cavernícola. Acá el
pasado, allá el futuro, y aquí en el presente, un primate más que habita esta loca
pecera cósmica.

Por Pedro Pérez Blanes

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